La página más oscura de la nueva democracia

20/Ene/2015

La Nación, Por Joaquín Morales Solá

La página más oscura de la nueva democracia

Alberto
Nisman no era un suicida. Al menos, no lo parecía. Jamás se lo vio deprimido,
ni exhausto, ni acobardado. Creía que su investigación sobre los autores
intelectuales y financieros de la masacre de la AMIA terminaba en la conducción
del gobierno de Irán. Creía ciegamente en esa hipótesis y confiaba, también, en
que su trabajo concluiría comprobando la veracidad de esa pista. Siempre aclaraba
que mucha información le había llegado a través de los servicios de
inteligencia locales y extranjeros, pero que no había usado ninguna que no
pudiera ser debidamente probada ante la Justicia. Interpol le dio la razón
cuando aprobó su pedido de captura internacional para seis jerarcas iraníes.

Es cierto
que otro Nisman apareció cuando el gobierno de Cristina Kirchner decidió firmar
un acuerdo con Irán. El fiscal anterior era un hombre por lo general
comprensivo del gobierno kirchnerista. Nunca lo decía frontalmente, pero lo
insinuaba con claridad.

Nisman
había llegado al cargo de fiscal general sobre el atentado contra la AMIA por
decisión del gobierno de Néstor Kirchner, y la diarquía gobernante lo había
autorizado a ir hasta la sede central de Interpol, en la ciudad francesa de
Lyon, para lograr la detención de la jerarquía iraní implicada en los crímenes
de Buenos Aires.

Un Nisman
crítico y decepcionado surgió luego de que se informó sobre el acuerdo con
Teherán que nunca nadie pudo explicar. El pacto creaba una Comisión de la
Verdad, como si no hubiera existido antes una verdad. De alguna manera, el
gobierno de Cristina Kirchner había decidido ignorar la verdad argentina sobre
el atentado contra la AMIA, o la verdad de la justicia argentina sobre esa
tragedia. Nisman había contribuido personalmente a la construcción de esa
verdad. Su trabajo se había convertido de pronto en nada.

La
decepción de Nisman coincidió (y esto también es cierto) con la rebelión del
espionaje argentino, hasta entonces dispuesto a cumplir todas las órdenes
(buenas, malas o perversas) de los Kirchner. Nisman tenía una relación casi
indestructible con Jaime Stiusso, el jefe real de los espías argentinos. Esa
relación había nacido y crecido a la sombra de la causa sobre la AMIA. A su
vez, Stiusso era (¿es?) un espía de confianza para los servicios de
inteligencia de las principales potencias occidentales, no sólo de Estados
Unidos. En verdad, los espías argentinos temían que quedaran expuestos ante los
iraníes sus contactos en los servicios de inteligencia extranjeros.

Desde el
momento en que se conoció el acuerdo con Irán, Nisman se propuso dar una
respuesta a las preguntas más repetidas entre políticos argentinos: ¿por qué se
firmó ese acuerdo? ¿A cambio de qué cosas? ¿Estuvo el agonizante Hugo Chávez
detrás de esa reconciliación con los iraníes? Encontró las respuestas en
muchísimas grabaciones de conversaciones telefónicas, que tuvieron como
epicentro a un personaje raro y escurridizo: Jorge Alejandro “Yussuf”
Khalil, a quien fuentes judiciales sindican como un importante dirigente del
servicio de inteligencia iraní.

El lado
débil de la denuncia de Nisman estuvo en la oportunidad: ocurrió justo después
de que la Presidenta ordenó un degüello colectivo en la jerarquía de la ex
SIDE. Destituyó, entre otros, al propio Stiusso, amo y señor del espionaje
argentino desde hace más años que los que llevan los Kirchner en el poder. Pero
¿significa eso que lo que dijo no es verdad? Por el contrario, los párrafos de
Nisman tuvieron muchas coincidencias con la información, forzosamente parcial e
invertebrada, que circulaba entre políticos, diplomáticos y periodistas.

Nisman le
dio un orden a esa información, la nutrió de protagonistas y le adosó
inquietantes conversaciones telefónicas. El relato del fiscal muerto era
verosímil; faltaba que probara sus afirmaciones ante el juez titular de la
causa, Ariel Lijo.

La jueza
subrogante, María Servini de Cubría, prefirió dejarle a Lijo la decisión sobre
la dirección de esa investigación. Se trata de un viejo acuerdo entre esos
jueces, Servini de Cubría y Lijo, que consiste en que cada uno de ellos queda a
cargo del juzgado del otro cuando uno se va de vacaciones. Ninguno decide nada
sobre cuestiones importantes cuando sólo está interinamente a cargo del otro
juzgado.

El juez
de la causa AMIA, Rodolfo Canicoba Corral, que también hizo suya en su momento
la verdad de Nisman sobre Irán, no fue leal con el fiscal cuando develó
públicamente que él sólo había autorizado las escuchas telefónicas a Khalil.
Actuó prematuramente, sin hablar con Nisman.

Canicoba
Corral es un juez que carece de prestigio en los tribunales y esta vez pareció
más urgido en salvar al Gobierno que en apoyar al fiscal. Si sólo había
ordenado la persecución telefónica de Khalil, entonces dejaba a buen resguardo
a Luis D’Elía, a Andrés “Cuervo” Larroque y a Fernando Esteche, el
jefe del siempre funcional Quebracho; es decir, a todos los integrantes de la
increíble diplomacia paralela de Cristina Kirchner. La única novedad en esa lista
es Larroque. Ya está más que probada la muy buena relación de D’Elía con dos
países con petrodólares, Irán y Venezuela, y la de Esteche con cualquier
aventura violenta de este mundo.

La última
vez que me reuní con Alberto Nisman fue el 11 de noviembre pasado. Estaba
eufórico porque el presidente Barack Obama había nombrado procuradora general
de Estados Unidos (el Ministerio de Justicia de ese país) a Loretta Lynch en
lugar del renunciante Eric Holder. Lynch asumirá su cargo en las próximas
semanas, luego de que el Senado norteamericano apruebe su designación.

Nisman y
Lynch eran muy amigos. Ella fue, hasta su designación como procuradora general,
fiscal del distrito de Brooklyn, en Nueva York. Lynch debió investigar el
intento de atentado en el aeropuerto neoyorquino John F. Kennedy. Con amplia
trayectoria en la persecución de delitos como el crimen organizado o la
violencia racial, Lynch esclareció ese intento de atentado que consistió en
buscar la explosión de los depósitos de combustible de la estación aérea en
2007. En 2010, logró la condena de cuatro personas, integrantes de una célula
que, según la justicia norteamericana, estaba vinculada con Al-Qaeda y el
gobierno de Irán.

Nisman
recordaba, incluso, una conversación con Lynch (que lo ayudó mucho para
conseguir las pruebas contra Irán), en la que él se comprometió ante la fiscal
norteamericana a probar que “Irán es un Estado terrorista”. La
respuesta de Lynch fue tajante: “No necesita probarme nada. Yo sé que Irán
es un Estado terrorista”.

El lunes
pasado hablé por teléfono por última vez con Nisman. Me llamó a mi celular. Yo
estaba en París. “¿Qué bomba está por tirar?”, le pregunté, medio en
broma, medio en serio. “Adivinó. Voy a tirar una bomba muy grande y tengo
todas las pruebas en mis manos”, respondió. Quedamos en tomar un café a mi
vuelta, a fines de enero. “Llámeme no bien regrese”, me dijo cuando
se despidió.

La bomba
era la denuncia más grave que se haya hecho contra un gobierno argentino en
democracia. El tono entusiasta de su voz y las promesas de encuentros en
tiempos próximos estuvieron muy lejos de delatar a un suicida. Su muerte
política, se llame técnicamente como se llame, es, a su vez, la página más
oscura e incomprensible de la nueva democracia argentina..